Eso de empezar el cómputo de la duración de los viajes cuando ya estás en la autovía y lo de parar el cronómetro cuando ves el cartel de Madrid, aún a varios kilómetros de la Puerta del Sol, nunca me ha parecido lo correcto. “Y es que ahora en 3 horas te plantas en Madrid“, dicen.
Los viajes se cuentan de puerta a puerta; desde que arrancas hasta que aparcas en tu destino y te bajas del coche, aunque admito que en grandes capitales se deje de contar cuando uno se ve inmerso en el primer atasco.
A fin de cuentas llevo 555.000 km en diez años y medio, yendo y volviendo de casa a mi actual destino y viceversa, años en los que me han preguntado docenas de veces que cuánto tardo en recorrer los 110 kilómetros (220 en el día), que tengo que hacer para ir a trabajar. “Pues, mi récord lo tengo en 1:02:36″, suelo decir en plan de broma (aunque sea verdad), “pero actualmente estoy tardando entre 1 hora y cuarto y una hora y veinte de puerta a puerta”, y añado “ya me he cansado hasta de correr”. Mi padre, al que tanto admiraba y del que ya he hablado tantas veces, era, sin embargo, de los de la otra regla de cómputo, de los que contaban desde la autovía y hasta el cartel de Madrid.
En otros viajes, en los de hace unas décadas, no se cronometraba tanto. Daba igual. Sabías que emplearías todo el día o que tendrías que hacer noche en el camino. Aquellos Murcia-Lugo con mis padres y hermanos, o aquellos Cartagena-Mondoñedo míos (nuestros) de muchos años después en los que mi mujer y yo nos alternábamos para conducir y no poníamos el pie en el suelo (en plan las “24 horas de Le Mans”) salvo para relevarnos al volante, reponer combustible, tomar una Coca-Cola (el bocata nos lo comíamos en el coche) o ir al baño. Aquellas noches en Astorga, en el Motel de Pradorrey (con el clásico menú del queso de Castilla, los pimientos de El Bierzo, la cecina y los buenos bistecs con patatas fritas), o en Mota del Cuervo, en el Mesón Don Quijote, o en Albacete, en el Hotel Los Llanos (y en el restaurante de abajo “de cuyo nombre no puedo acordarme”), aquellas paradas en La Bañeza o en Villacastín, normalmente sólo para repostar.
En aquellos viajes a Galicia (o a la vuelta), con los temibles Puertos de Los Leones/Guadarrama, El Manzanal, Piedrafita o De La Cadena, había muchos tramos en los que era casi imposible adelantar o desde los que temías caerte por algún precipicio. La leyenda decía que algunas carreteras sólo se asfaltaban cuando iba a pasar Franco por ellas. Hasta Becerreá nos parecía el paraíso cuando habías conseguido alcanzarla, tras pasar el mítico Puerto de Piedrafita. ¿Y aquéllas músicas de mi padre que nos acabaron gustando a todos? Confieso que hasta me he comprado no hace demasiado un CD de Demis Roussos.
En ocasiones había cortes de carretera. De camino a la casa de mis abuelos en Lugo para pasar unas Navidades nos desviaron, por causa de un desprendimiento, por la carretera que une Ambasmestas y Puentes de Gatín. Circulábamos por el carril exterior y los que íbamos en el lado derecho del coche veíamos el abismo bajo nuestros pies. Nos daba pánico cruzarnos con un camión.
Ese miedo lo he sentido muchas más veces en la carretera; aquel día a la altura de Tobarra con una lluvia y una niebla tan intensas que parecía que estábamos dentro de un vaso de leche; o aquel otro en que un despistado se metió en mi carril cerca de Albacete y tuve que esquivarlo por el arcén del carril contrario; o aquel en que otro imprudente salió sin mirar en el ceda el paso de El Algarrobo; o aquella noche de nieve en A Xesta, camino de Mondoñedo, volviendo de cenar con un amigo del colegio en el Mesón do Campo de Vilalba; u otra noche de nevada regresando de hacer un dictamen en Madrid a la altura de la provincia de Cuenca; o cuando pinchamos en el coche de mi padre bajando Piedrafita; o cuando el otro día impacté con un jabalí a la altura de Caprés; o, también con mucha nieve aunque de mañana, volviendo de Vélez-Rubio con mi hermana, que tuvo allí su primer destino notarial, y que estaba embarazadísima.
Aquella mañana, dudábamos entre volver o no volver a casa, pero llegó noticia a la notaría de que la carretera estaba abierta y emprendimos el viaje. Mi hermana no quería ponerse de parto en Vélez-Rubio y ¡pudo haberlo hecho en la carretera¡, puesto que fuimos el último coche en pasar antes de que la Guardia Civil volviera a cerrar el puerto de la Sierra del Espadín. La senda que abrieron los camiones que iban delante, nos permitió salvarlo y llegar a casa sin más problemas, si no contara con un enorme frenazo debido a una inesperada retención que tuvo lugar unos kilómetros más adelante.
En las vacaciones de opositor, tras un suspenso o un aprobado, esperando una nueva convocatoria, me podía permitir hacer algún viaje. En una ocasión hicimos un buen tramo del Camino Francés, pero en coche, pues no había tiempo para más. Íbamos sin reservas, comíamos y dormíamos donde nos apetecía y una tarde llegamos a Sahagún. Era el año 1998 o 1999.
Al entrar en el pueblo, vimos a una pareja de la Guardia Civil, detuvimos el coche, y les preguntamos dónde podíamos alojarnos. Uno de los guardias era mayor y, digamos, que se había tomado unas copas y el otro era joven. Iban con ametralladoras (creo que sin tricornio), y al indicarnos donde dormir se aturullaron con las explicaciones y se empeñaron (bueno, se empeñó el mayor), en meterse dentro del coche, que era un Renault 5 de dos puertas, pero sin que mi copiloto, que era mi mujer, se bajara para dejarles paso. Lo consiguieron con cierto esfuerzo, con el sonrojo del compañero joven y con nosotros reprimiendo la risa y en absoluto estupor. Nos dirigieron al Hostal Alfonso VI, donde nos presentaron al dueño a quien le dijeron (bueno, el que seguía hablando era el guardia de mayor edad) que nos diera la cama más pequeña que hubiera, pues estábamos recién casados y queríamos dormir muy juntitos. Al despedirse me dio una pequeña bofetada en la cara, me regaló un puro y me recordó:
– Porque la Guardia Civil, está para servir, aunque -y esto me lo dijo bajito acercándose a mi oído-, si hay que dar un par de hostias ¡se dan¡
Cuando salimos a tomar un bocadillo para cenar y llamar a casa, el guardia, que por lo visto seguía de copas, nos vio en la cabina telefónica desde la que hablábamos e ilusionado por el nuevo encuentro, se acercó y comenzó a aporrear el cristal, para llamar nuestra atención, mientras decía:
– ¡Soy yo¡, ¿no te acuerdas?
– ¿Qué pasa?, ¿con quien hablas? -me decía mi madre- ¿quién grita?
– Un Guardia Civil que hemos conocido al llegar…
– Pero, ¿ha pasado algo hijo?
Por cierto, dormir, dormimos poco y no porque la cama fuera pequeña, que era normal, sino por un vecino que roncaba en la habitación de al lado, haciendo completamente imposible el sueño por causa de la fragilidad de las paredes.
Años después volvimos a Sahagún a visitar a David Hurtado, amigo y compañero, cuando desde Mondoñedo emprendimos viaje a nuestro segundo destino notarial: Es Mercadal. ¡Qué distintos ambos viajes¡, de un viaje anclado en la desesperanza permanente de la oposición, a otro para emprender una nueva etapa vital en una isla, Menorca, en la que hasta unas semanas antes no habíamos puesto un pie en nuestra vida.
En fin, nada que ver todos aquellos viajes con estos que hago ahora entre semana, con sus 220 km, mitad autovía, mitad carretera comarcal, mitad de ida, mitad de vuelta, que con la excusa de “El tiempo de los viajes” han venido a mi recuerdo, como cada curva de un viaje que tengo grabado en la memoria.
Hasta otra. Un abrazo. Justito El Notario. @justitonotario
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