Escritura de venta ya dos veces fallida por incomparecencia del comprador. En el último minuto llama un hijo del mismo diciendo que su padre, al que llamaremos Señor Juan, no puede firmar tampoco ese día porque está de viaje en Galicia. El vendedor, enfadado, insiste en firmar ese mismo día un acta de requerimiento para que Don Juan se persone a firmar la escritura, sin falta, el día siguiente. Se elabora y firma el acta, y yo me persono la misma mañana en el domicilio del Señor Juan, a ver si, al menos, está su esposa o el susodicho hijo para la entrega de la cédula. Sin embargo, quien abre la puerta es … el Señor Juan, en pijama y bata. Me ve y se queda de piedra. Yo, otro tanto. Puede que el Señor Juan no fuera un “Napoleón del engaño” por abrir él la puerta, pero, desde luego, tonto tampoco. Y es claro que seguíamos en mi pueblo, no en Galicia. La situación, algo embarazosa, se resuelve, ya que se hace cargo de la cédula sin aclarar nada sobre si tiene el don de la ubicuidad. Evidentemente, yo expresé en la diligencia quién recogió la cédula. Al día siguiente, la escritura se firmó con presencia del Señor Juan, que no rechistó lo más mínimo.
Actualización
No es extraña en una notaría la estampa del cliente nervioso sobre la chepa del oficial en espera de que llegue por correo electrónico el último “papel” que hace falta para la firma. ¿Ha llegado ya? No, todavía no. ¿Ha llegado ya? No, todavía no. Es de todos conocido que en el correo hay un botoncito con la etiqueta “actualizar”, aunque no todo el mundo llama igual a este proceso. En uno de estos casos, el cliente pregunta si ha llegado ya el documento y mi oficial responde que aún no. Entonces el cliente dice: Pero “refresca”, hombre, “refresca”. Mi oficial, hoy jubilado, que era de la vieja escuela, pone cara de no entender, se levanta y enciende el aire acondicionado.
El curioso
Este cliente parecía más interesado en los pormenores de la parafernalia notarial que en lo que había venido a firmar. En mitad de la firma necesito que me traiga el oficial un tomo de protocolo. El oficial llega, dice “aquí tiene el protocolo, Don Fulano”, y yo lo abro y busco lo que quería. Al cliente curioso se le van los ojos detrás del tomo y dice, tal cual: “Si se llama protocolo, ¿no se lo debería tratar con más respeto o con alguna solemnidad”. Por un instante me quedo bloqueado. Es dificil tener la cabeza en los entresijos de una operación jurídica y, a la vez, estar en otras cosas tan peregrinas. Me imaginé a ese señor pensando en que el Notario tendría que tocar el tomo con guantes o quizás ir vestido con una túnica negra y encender unas velas. Pero el cliente siempre es el cliente, así que le explico que, en la antigüedad, se escribía en rollos de pergamino. El papel se enrollaba alrededor de un soporte central, generalmente de forma tubular, llamado “ónfalo”. Pues bien, el primer pergamino del mismo, el que estaba pegado directamente al ónfalo, se llamaba en griego “protokollos”. De ahí pasó al latín “protocollum”: en general, primera página de un manuscrito. Posteriormente, adquirió otros significados. Ni que decir tiene que el cliente salió de la notaría muy contento y no por el trocito de tierra que acababa de comprar.
Petición matrimonial
La Señora E. recién enviudada. En la lectura de la escritura de herencia de su finado esposo me para y pregunta muy seria:
– Señor Notario, ¿quiere usted casarse conmigo?
Le respondo “no”. Y sigo leyendo.
Un capricho
Esta anécdota me la cuenta un oficial mío y fue protagonizada por él. Este oficial fue a firmar algo personal a una notaría que no era de la zona y en la que no lo conocían. Sentado delante del oficial de allí, un chico joven, ve sobre la mesa un tomo de protocolo y, guasón que es, se le ocurre gastarle al chico una broma, y le dice:
– Siempre he tenido el capricho de tener en el mueble del salón de mi casa uno de esos libros gordos que tienen ustedes en las notarías. Dígame en cuanto me deja este, porque no me pienso ir sin él.
El oficial, según cuenta, se puso rígido y quitó con gesto nervioso el protocolo de la vista mientras intentaba explicar que aquello no estaba en venta. Fue entonces cuando el mío le dijo que era una broma, que él también era del oficio.
Haciendo un inciso (escribe ahora Justito) la cosa es bien fácil de solventar si alguien tiene el capricho. Vease esta foto de parte de mi protocolo personal:
Si ese señor quiere, le mando a Castell, mi encuadernador.
El loro
Firma en un domicilio. La señora tenía un loro, famoso en el pueblo, pues se sabía canciones enteras. Le decías el título y la cantaba entera. La dueña, muy orgullosa, me hizo una demostración, y puedo dar fe de que era cierto. Comienzo a leer la escritura, y el loro repetía cuanto yo decía con perfecta dicción, incluso términos técnicos difíciles de pronunciar (algo difícil incluso para un humano sin conocimientos jurídicos). Sin embargo, dado que una actuación notarial es algo que siempre debe quedar revestido de solemnidad, y aquella iba por unos derroteros más bien surrealistas, acabamos por cubrir con un paño la jaula del loro. Eso sí, nunca olvidaré al singular loro de mi pueblo.
La servidumbre
Señor G. y esposa firmando una escritura de ampliación de obra de su vivienda. No es totalmente infrecuente que en las casas antiguas existan las llamadas servidumbres de desagüe. Aunque, dada la naturaleza de la escritura, el hecho era puramente incidental, digo:
– Recuerden que su casa tiene una servidumbre.
La señora, que o bien no había oído correctamente, o bien no lo había entendido, le pregunta a su esposo qué ha querido decir el Notario. El Señor G. contesta:
– Pues que nuestra casa venía con criados, y nosotros veinte años viviendo allí y sin verlos.
Anécdotas matrimoniales
El cliente, de edad avanzada, pregunta:
– ¿Es verdad que ahora los Notarios casan?
– Claro que sí, caballero.
– Pues a mí me gustaría una señorita más joven que yo, de buen ver, y, sobre todo, que sea buena muchacha.
– Caballero, nosotros firmamos el acta matrimonial, pero la novia se la tiene que buscar usted.
– Ah, qué lástima, con la de chicas jóvenes que tiene que conocer usted.
Primer ejercicio de las oposiciones a notarías
Entro en la sala, primera vez ante un tribunal de oposición a notarías. Soy el primer examinado de ese día. El presidente me pone delante la urna y me dice que saque la primera bola. Meto la mano. La urna está vacía. Muevo los dedos. Solo hay aire. En un momento determinado, me asalta la idea, surrealista, de que quizás la “urna” implique un mecanismo más sofisticado que nadie me haya comentado nunca. Es la típica idea absurda que, en una situación de tensión, te puede asaltar. “Quizás haya un doble fondo y haya que meter la mano por algún resquicio para acceder a las bolas”, me digo. “Voy a quedar como tonto, menuda primera impresión”, pienso. El presidente me urge: “Vamos, no se preocupe, remueva y saque una cualquiera”. Yo me rindo: “Señor presidente, aquí bolas no hay”. El presidente mira dentro. “Anda”, dice, “si no las hemos metido”. Todos ríen… menos yo. “Secretario, secretario”, llama el presidente. El secretario coge el estuche y, efectivamente, las bolas estaban allí. En un momento las mete en la urna. Saco y comienza el ejercicio.
Hacia el segundo tema, podría decir “abrí de par en par los postigos y entró cual si fuera amigo, con revoloteo ruidoso, un cuervo majestuoso”. Pero eso es cosa del novelista. No era un cuervo y no llegó a entrar, porque los postigos estaban cerrados. Se posó en el alféizar. Era un ave blanca, muy grande. No sé qué podría ser en plenas Ramblas barcelonesas. ¿Cigüeña? Sí, era majestuosa. Un miembro del tribunal, alertado por el batir de alas, se vuelve y exclama: “Mirad en la ventana”. Y allí fue el noventa por ciento del tribunal. Sus miembros, en pie, congregados frente a la ventana, absortos como el protagonista de Poe. Entretanto, yo intentaba por todos los medios que aquello no hiciera mella en mi concentración mientras recitaba los poco glamurosos artículos de la sociedad civil. Aunque nunca me habían preparado sobre cómo actuar ante semejante contingencia, decidí que “yo, a lo mío, como si no pasara nada”. Al final, volvieron a sus asientos y yo pude terminar el examen sin más incidentes. Curiosamente, comenté todo esto con dos de mis preparadores. A uno le hizo gracia. A otro, ni pizca. De hecho, hizo un par comentarios sobre el tribunal que no repetiré aquí.
Gracias a Juan Pedro. A mi tampoco me hubiera hecho ni pizca de gracia el incidente del ave…
¡Nos vemos en el Episodio LIII¡
Hasta otra. Un abrazo. Justito El Notario. @justitonotario
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